martes, 15 de marzo de 2011

Mujeres, justicia y Juárez

Phoebe Gloeckner: “Me preocupaba no ser capaz de escribir una historia que no fuera más que pura mierda, salpicada de culpa, miedo y excusas”.


Phoebe Gloeckner, ilustradora médica, dibujante de cómics y profesora de arte en la Universidad de Michigan en Ann Arbor, realiza desde hace varios años un proyecto plástico-narrativo en torno a los feminicidios en Ciudad Juárez, sobre el cual habla para M Semanal.

JF: ¿En qué momento te enteraste de los feminicidios de Juárez?

PG: En 2003, unos meses antes de terminar un libro (The Diary of a Teenage Girl). Me contactó una actriz que me pidió que viajara a Ciudad Juárez a obtener material para una historia sobre el número aparentemente alto de mujeres asesinadas en ese lugar. La historia era para un libro a beneficio de Amnistía Internacional. Sentí que yo no venía al caso para escribir una historia sobre México, ya que ni siquiera hablaba español y, en ese entonces, sólo había venido a México una vez: a Tijuana, por un par de horas, con un grupo de caricaturistas estadunidenses para distraernos de la ComicCon de San Diego. El libro I Live Here (Pantheon , 2008) era una colección de trabajos de muchos autores sobre asuntos mundiales que afectan a mujeres y a niñas. Pero la actriz, que también fue la editora del libro, tenía una rígida agenda política que esperaba fuera expresada y apoyada por el proyecto, y esto fue un problema para mí desde el principio; como artista, sentí una fuerte responsabilidad de explorar la situación por mí misma antes de sacar conclusiones.

Mi primer viaje a Juárez (en noviembre de 2003, al lado de la actriz) estuvo altamente controlado. Entrevistamos a personas que reunían ciertas características y parecía algo ya determinado que las mujeres habían sido asesinadas debido a su conexión con las fábricas extranjeras y, por lo tanto, se podía culpar a la globalización de sus muertes.

Tuve que cuestionar esa conclusión. Los asesinatos sexuales son, me imagino, acciones íntimas que expresan un desorden intolerable en la vida interna del perpetrador. Para mí resultaba imposible imaginar que la política tenía la culpa, aunque los factores políticos y sociales pudieran facilitar el comportamiento del individuo. Al revisar las listas de mujeres asesinadas (recopiladas en los periódicos locales PM, El Diario, El Mexicano y otros), parecía ser que la mayoría de los asesinatos, aunque sin resolver, eran cometidos por esposos, novios u otros conocidos: es decir violencia doméstica. Pocas de las víctimas eran empleadas de las maquiladoras. Sumado a eso, en proporción a todos los asesinatos cometidos en un año determinado, el número de mujeres asesinadas en Juárez parecía ser casi igual a la misma estadística en muchas ciudades estadunidenses grandes.

Regresé a Estados Unidos aturdida por el dolor y la pobreza que atestigüé. Fue una batalla comprender cómo sería posible contar historias acerca de mujeres muertas que jamás fueron “como yo”, porque soy una gringa de una familia más o menos de clase media, porque no hablo el idioma, porque mi hija no había sido asesinada; además, porque tengo estudios, tengo un buen trabajo, porque usualmente puedo hacer que la gente me escuche... Me preocupaba no ser capaz de escribir una historia que fuera algo más que pura mierda, salpicada de culpa, miedo y excusas. Sentía empatía y compasión, pero mi punto de vista se hallaba desconectado de las experiencias de la gente que había conocido en Juárez.

Necesitaba estar en un punto donde pudiera aceptar la pobreza como un estado normal para que cualquier impacto o incomodidad que sintiera no evitara que viera más allá de eso. Tenía que abandonar la culpa que sentía por tener más. No le ayudaba a nadie. No sólo se trata de los feminicidios, es la frontera (esa membrana semipermeable), y tiene que ver con diferencias de clase, educación, depresión, benevolencia, avaricia, narcisismo, odio hacia sí mismo, aquiescencia... al investigar un solo asesinato tan a profundidad como lo hice, me construí una idea del impacto que el evento tiene en una familia, en una calle, en un barrio, en una ciudad.

ATRAPADA EN MEDIO

JF: Describe tu proyecto. ¿Es un cómic?

PG: Al principio, la idea era crear una historia en cómic de unas 25 páginas sobre los feminicidios en Juárez. Creé una serie de viñetas que trataban sobre asesinato, mujeres y muerte. Así, combiné reportajes periodísticos (basada libremente en traducciones en Google de artículos de El Diario de Ciudad Juárez), la mayoría acompañados de versos del “Canto a mí mismo”, de Walt Whitman: “¿Alguien ha supuesto que es una suerte haber nacido? Me apresuro a informarle que morir es igualmente una suerte, y yo lo sé”. De alguna manera, no entender por completo el español me volvió más hipersensible a otros detalles: los gestos y expresiones de la gente, así como al medio ambiente.

Cada una de estas viñetas representa un asesinato real, aunque me tomé algunas libertades con la manera en que están descritas. El lenguaje usado se basa en la sintaxis de esas traducciones de Google, mi manera primera y primaria de entender las noticias en Juárez. Con el tiempo, me acostrumbré a los patrones lingüísticos y a la extraña verborrea de los motores de traducción, y empecé a usar patrones similares de acomodo de las palabras y las frases al escribir. Parecía reflejar mi experiencia como una artista que trata de entender una situación; me encontraba atrapada en medio, como la mayoría de la gente de la frontera Estados Unidos-México, y, en realidad, en cualquier espacio geopolítico transitorio o temporal.

No se trata de una historia, sino de un juego de imágenes que representa historias más grandes. En la superficie, las páginas no son bonitas. En México es frecuente que se publiquen fotos de muertos, pero la cultura periodística es diferente en Estados Unidos, donde estamos mucho más “protegidos” de ese tipo de imágenes. De nuevo, al vivir al norte de la frontera, me sentí atrapada en medio. Mi primer impulso era “normalizar” la muerte, enseñándola. Sin embargo, mi propósito no era reportar noticias, y mi trabajo no estaba tan íntimamente ligado a los detalles objetivos como lo estaría el de un reportero. Mi segundo impulso fue tratar de encontrar belleza en la muerte, la cual, naturalmente, se ve oscurecido por el horror o el dolor. Traté de hacer las imágenes “bellas” y usé las líneas de Whitman.

No dibujé las imágenes como casi siempre lo había hecho en mis trabajos anteriores. Descubrí que dibujar la muerte me hacía sentir muchísimo como una perpetradora de los asesinatos que estaba retratando. Más bien, reconstruí los lugares donde habían sucedido los hechos, e hice muñecas para representar a la gente. Sentí que podía “matar” a las muñecas y no sentirme tan mal por ello, porque después de tomar las fotografías, las limpiaría y resucitaría. Sentía que no tenía derecho a contar la historia. Yo era una extraña. Sin embargo, yo creo (de manera bastante simplista, supongo) que todos somos básicamente iguales, más o menos, y me sentí en la obligación de tratar de contar una historia que dejara esto claro.

JF: ¿Cuánto tiempo te ha llevado realizar tu proyecto?

PG: Regresé a Juárez varias veces al año. Fue difícil, porque la gente sobre la que estaba escribiendo no tenía teléfono, y en ese tiempo el correo no llegaba a su barrio. Cuando quería hablar con ellos, tenía que ir a México. He estado viviendo con y trabajando en este proyecto por casi ocho años. Se ha vuelto parte de mí y yo me he vuelto parte de las vidas de la gente sobre la que estoy escribiendo. Era necesario que pasara el tiempo, era la única forma de que pudiera entender las complejidades de la vida en la frontera. Ahora soy una persona distinta.

JF: ¿La ola de crimen que vive México en la actualidad ha afectado tu trabajo?

PG: Sí. En 2008 me dieron una beca Guggenheim para continuar el proyecto. Mi intención era vivir en Juárez por al menos tres o cuatro meses, por lo que fui a buscar un departamento en mayo de 2008, pero algo se sentía diferente: la gente ya se movía más rápido, había menos turistas, el ambiente se sentía más pesado. Al final del verano la escalada de violencia era evidente. Yo soy de piel y ojos claros, e incluso con la boca cerrada habría sido difícil hacerme invisible en Juárez. Para el otoño de 2008 había tan pocos turistas gringos en la ciudad que simplemente jamás habría podido vivir y observar tranquilamente, que es lo que yo quería hacer. En lugar de eso, hice viajes cortos cada cuantos meses.

EL DOLOR COMPRENDE AL DOLOR

JF: ¿Percibes alguna diferencia significativa entre la época en que empezaste y ahora?

PG: La ciudad parece más pobre, la gente parece resignada a que la vida sea así. Los pequeños brotes de esperanza se han extinguido. En algunos barrios, cada cuarta o quinta casa está abandonada y destruida: balaceada, saqueada, quemada. La gente está habituada a la violencia. Está cansada de tener miedo, así que hace fiestas y se divierte, pero evita mirar a los extraños a los ojos. Con los federales y el Ejército parece una zona de guerra. He hecho buenos amigos en Juárez, y todos siguen con vida: espero que sigan así. Me preocupo por ellos todo el tiempo, y me pregunto cómo se sienten.

JF: Suena a que realmente hiciste vínculos con la gente sobre la que estás escribiendo.

PG: Sí. Algunos de mis mejores amigos viven en Juárez. El año pasado mi familia no quería que cruzara la frontera; en lugar de eso, invité a alguna gente para que me visitara. Por supuesto no todos los que conozco en la ciudad pueden obtener una visa, o ni siquiera tienen pasaporte. Pero seis de mis amigos pudieron venir a Ann Arbor en diferentes momentos durante el verano. Fue maravilloso y me hizo sentir que mi proyecto comenzaba a cerrar el círculo, como si el mundo se empequeñeciera de una buena manera. El paso siguiente es conseguir sacar visas para algunos más.

JF: Quiero saber cómo es que las madres lidian con la muerte de sus hijas, hermanas, etcétera. ¿Ser mujer facilitó que se sintieran cómodas hablando de su experiencia contigo?

PG: La gente se abre para hablar una vez que te conoce bastante bien. No creo que el hecho de que yo fuera mujer ayudara. En general, basada en la experiencia y la observación, cuando uno sale de casa, la mayoría de las cosas son más fáciles si eres hombre.

Mientras me encontraba trabajando en este proyecto, mi sobrino, que tenía 16 años, murió de cáncer cerebral. Era hijo único y un chico brillante. Tenía dolores de cabeza y pensaba que eran migrañas. Murió siete meses después de que lo diagnosticaron. Cuando eso pasó yo estaba muy triste. La fragilidad de lo que más amamos se hizo tan clara... Y luego, el verano pasado, otro sobrino joven cometió suicidio. Lo conté a las familias en México: el dolor comprende al dolor...

Jorge Flores-Oliver, Blumpi/ fotos: cortesía Phoebe Gloeckner