miércoles, 11 de julio de 2012

Feminicidios y Peña Nieto



Olvídense de las “reformas estructurales” anunciadas, de la corrupción sistemática como modo de gobierno, de los pagos en tajadas de poder público a las televisoras, de los vínculos del priísmo con la delincuencia organizada, de los cacicazgos perpetuados, del autoritarismo más brutal apenas encubierto por una apariencia peinada y pulcra. A mí lo que más me aterra de la posibilidad de que Peña Nieto sea impuesto en la silla presidencial es que se incrementará el peligro real, concreto y constante en el que viven las mujeres de México. Más o menos, todas ellas.

Será que apenas ahora nos estamos enterando de una violencia de género que siempre estuvo allí; será que el fenómeno se ha incrementado por el cinismo social predicado desde las cúpulas del poder político y económico –no se puede operar el modelo neoliberal sin un generoso baño de cinismo– o será que la miseria, la desesperanza y la falta de sentido de la vida han disparado la vocación de crueldad. El hecho es que las agresiones visibles contra mujeres se disparan y se presentan en todos los estratos de la sociedad. Una porción creciente de esas agresiones termina en asesinato. Por explotación, por celos, por industria, por deporte o por mera facilidad para matar, el ser mujer en México es un riesgo adicional de muerte que se agrega a los peligros derivados de la guerra de Calderón, a los que generan empleadores cada vez más desinteresados de la integridad y el bienestar de sus trabajadores, a los que implica la devastación ambiental, a los que produce el desprecio a la gente como manera estructural de gobernar, comerciar y acumular.

Los feminicidios en Ciudad Juárez empezaron con el priísta Salinas, eran ya un escándalo internacional en tiempos del priísta Zedillo y continuaron, aumentados y diversificados, bajo las administraciones panistas. La pesadilla se ha ido extendiendo o exhibiendo (ya no se sabe) en otros puntos del territorio, y el más destacado es el Estado de México que desgobernó Peña. Él, en vez de reconocer el fenómeno, se limitó a negarlo: “las cifras están mal”. O bien: “eso es un invento de mis enemigos”. En su manera de ver las cosas, no hay muertas sino mentiras.

El punto de partida ineludible para empezar a resolver un problema es admitir su existencia. A partir de ahí es posible analizarlo, entenderlo, formular soluciones, aplicarlas. De otra manera, el problema en cuestión, así sea declarado inexistente, permanecerá, se extenderá y se agravará. Y eso es exactamente lo que ocurrirá con la epidemia de feminicidios si la sociedad – las instituciones jurisdiccionales, la sociedad organizada, los partidos– permite que Peña sea impuesto en Los Pinos. Para él, la violencia de género en cualquiera de sus expresiones y grados simplemente “no es tema”, y háganle como quieran.

Millones de ciudadanos hemos hecho cuanto ha sido legal y humanamente posible para impedir que el PRI ganara el comicio presidencial del 1 de julio. Por eso tuvo que recurrir a todo el catálogo tradicional de marrullerías electorales –la compra de votos y el alineamiento de las voluntades de los directivos del IFE son las más visibles, pero distan de ser las únicas– para fabricar un resultado que le favorezca. Ahora nos toca esforzarnos, dentro de los márgenes legales y pacíficos, por impedir la restauración presidencial del priísmo.

Hay muchísimas razones para persistir en ese esfuerzo. Pienso ahora, con terror, en una sola de ellas: el peligro acrecentado sobre la seguridad, la integridad y la vida de las mujeres si Peña logra imponerse en la presidencia. Mejor sigamos haciendo todo lo posible por mantenerlo apartado de ella.