jueves, 23 de julio de 2015

CAMPOS DE CRUCES ROSAS. EL FEMINICIDIO EN MÉXICO COMO PARADIGMA GLOBAL

A la complicidad de las instituciones, que deberían ofrecer la debida diligencia ante la violencia machista en todas sus manifestaciones, se añade otro factor determinante: la tolerancia o naturalización social de la violencia contra las mujeres que perpetúa relaciones (íntimas o no) de control y dominación, sosteniendo un sistema patriarcal que funciona como paraguas y caldo de cultivo de la violencia feminicida.
Paula Cabildo.
Paula Cabildo.
Entendemos por feminicidio los crímenes de odio contra las mujeres motivados por razón de género y basados en la desigualdad estructural que culminan con su muerte, es decir, los asesinatos de mujeres por el hecho de ser mujeres o tener un cuerpo sexuado y construido culturalmente como tal. A dicha definición hay que añadir otro elemento clave que fue incorporado en su momento por la antropóloga mexicana Marcela Lagarde: la responsabilidad del Estado en dichos crímenes ya sea por acción u omisión, ya que tanto la falta de prevención y de garantías de una vida libre de violencia, como la impunidad ante ésta, atañe directamente al compromiso de los Estados respecto a la igualdad y los derechos de las mujeres.
Lamentablemente, al hablar de feminicidio, lo cuantitativo, sumado a una mirada occidental profundamente etnocentrista, se coloca en primer plano y es imposible no volver la vista hacia México. Según datos del Observatorio Ciudadano Nacional contra el Feminicidio (OCNF), en el país norteamericano cinco mujeres son asesinadas cada día por motivos de género. Aun así, hay grandes diferencias entre las cifras oficiales que ofrecen las instancias gubernamentales y las cifras recogidas por organizaciones de la sociedad civil como el OCNF, como también las hay entre lo que acaudala el imaginario sociocultural y la realidad.
Feminicidio en México: la mort ensauvagée
Así, mientras que en otros países como El Salvador, Guatemala, Suráfrica, Rusia o Azerbaiyán las tasas de feminicidio superan ampliamente a las de México, la vinculación entre el término y la frontera norte de México (poniendo el foco en Ciudad Juárez) sigue siendo inevitable, aunque en otros estados como el Estado de México, Michoacán o Guerrero las tasas de feminicidios sean hoy más elevadas que en Chihuahua, entidad a la que pertenece Ciudad Juárez.
La internacionalización del fenómeno de los asesinatos de mujeres en la ciudad fronteriza, especialmente en la década del 2000 (ligada a las particularidades del contexto de alta violencia promovido por la militarización del país durante el mandato de Felipe Calderón en su “guerra contra el narco” y a la inmarcesible movilización de las familias de las víctimas, especialmente de las madres y activistas), ha convertido al feminicidio en Ciudad Juárez en un caso paradigmático, en el macabro laboratorio donde el neoliberalismo más salvaje se da la mano con el patriarcado o, en palabras de Sayak Valencia[1], donde el capitalismo se torna gore (hiperviolento, hiperpatriarcal e hiperconsumista), “creando de esta manera un terror reticular y teledirigido, que se transfiere de los cuerpos violentados y asesinados hasta los cuerpos de quienes no han sufrido aún dicha violencia”.
En el caso mexicano hablamos de una tecnología de la violencia cada vez más perfeccionada e intrincada que se utiliza contra los cuerpos de las mujeres, ya sea para hacerlas desaparecer, mercantilizando sus cuerpos en redes de explotación sexual y trata, o directamente, eliminándolas como materialización extrema de esa concepción objetualizada del cuerpo femenino tan extendida a lo largo y ancho del planeta.
Ya lo enunciaron con contundencia Russell y Caputi en su artículo “Femicide: Sexist terrorism against women” aludiendo a la heterogeneidad de los mecanismos de violencia contra las mujeres: “El feminicidio es el extremo de un terror antifemenino continuado que incluye una amplia variedad de agresiones físicas y verbales como la violación, la tortura, la esclavitud sexual, las relaciones incestuosas, hijos extramatrimoniales, abuso sexual y maltrato físico y psicológico, acoso sexual, mutilación genital, operaciones ginecológicas innecesarias, heterosexualidad forzada, maternidad forzada (…). Cuando cualquiera de estas formas de terrorismo desemboquen en la muerte, se convierten en feminicidios”.
Violencia machista y capitalismo gore
Utilizando los postulados de Sayak Valencia, podemos afirmar que la violencia machista deviene gore, al igual que el capitalismo, mediante el incremento de la crueldad y el ensañamiento sobre los cuerpos de las mujeres, así como mediante la sobrespecialización de la violencia que está teniendo lugar en amplias regiones del planeta. Ciudad Juárez, además de ser uno de esos lugares, es un territorio representativo de la globalización económica y del neoliberalismo más feroz y depredador, que en relación con el crimen organizado sacrifican, según la antropóloga Rita Segato[2], “mujeres pobres, morenas, mestizas, devoradas por la hendija donde se articulan economía monetaria y economía simbólica, control de recursos y poder de muerte”.
En una ciudad fronteriza[3] donde la industria maquiladora[4] supone uno de los principales pilares económicos de la región, las trabajadoras de dichas fábricas[5] se convierten en mercancía capitalista, en “piezas de repuesto” desechables, en “bien rentable” para el mercado.
La vulnerabilidad en el campo de trabajo se materializa de diversas formas: salarios precarios, ausencia de transporte seguro, acoso sexual… Las maquilas y sus prácticas discursivas, tal como teoriza Judith Butler, “contribuyen a la producción de la mujer mexicana como desperdicio”[6], como algo prescindible, como poseedora de una vida destructible, a merced de otros, que no es digna de ser llorada.
No nos cabe tanta muerte
Denunciaba Arminé Arjona en su poema “Sólo son mujeres” el silencio cómplice de la sociedad, de la prensa, de ese paisaje desértico que oculta mucho más de lo que muestra y que se ha convertido en un campo de cruces rosas, cruces que denuncian y claman contra la ignominia de una sociedad y unas instituciones que callan y miran hacia otro lado: “En esta frontera el decir mujeres equivale a muerte, enigma y silencio. Seres desechables que desaparecen cruelmente apagadas por manos cobardes. Y todos nos vamos volviendo asesinos con la indiferencia, con el triste modo en que las juzgamos: ‘gente de tercera’, ‘carne de desierto’. Sólo son mujeres, una nota roja, viento pasajero que a nadie le importa”.
Cierto es que pareciera que a nadie le importan las Muertas de Juárez, pero nada más lejos de la realidad si nos acercamos a ese movimiento de madres, hermanas y activistas empoderadas colectivamente que luchan desde hace décadas para erradicar los feminicidios y todo acto de violencia contra las mujeres. Esas mujeres que cuidan de los huérfanos, que se han organizado, que se reúnen, que ponen contra las cuerdas a las autoridades, que rastrean el desierto y colocan cruces en los lugares donde aparecieron las víctimas, que crean observatorios y casas de acogida, que investigan, que le ponen nombre a lo innombrable, que se manifiestan y denuncian la impunidad ante la opinión pública.
Unas mujeres-madres-activistas-sujetas políticas a las que no les cabe ya tanta muerte, con una identidad en construcción, cambiante, evolutiva, en lucha entre el esencialismo biologicista de la maternidad y la estrategia de lucha política. Una identidad transfigurada por el feminicidio y la lucha política tal como se revela en el testimonio de Norma Andrade recogido por la periodista Elena Ortega en el libro De regreso a casa: “Cuando yo comencé la lucha no fue por voluntad propia. A mí no me dejaron otra opción. Una no se levanta un día y dice: venga, me voy a convertir en activista, voy a pelear por los derechos de la mujer, no. Yo simplemente era una madre que quería ver al asesino de su hija entre rejas, y punto. (…) Yo ya había tenido algún contacto con algunas madres de Chihuahua que me había presentado Marisela, y fue realmente la propia Marisela, la maestra de mi hija, quien despertó mi conciencia. Ella al principio comenzó la lucha con otra mujer, con Rosario, y a mí me pasó algo muy curioso, y es que los primeros meses tras la muerte de Alejandra yo estaba dormida. Estaba muerta en vida, pero cuando comencé a escucharlas, algo se fue despertando”.
El norte está en todas partes
Escribe Carlos Velázquez en su libro El karma de vivir al norte que primero “la frontera se encontraba pegada a Estados Unidos. Ciudad Juárez, Laredo o Tijuana. Después se ubicó en Zacatecas, con el cártel como una nueva migra que impedía el paso. El país como un cuerpo decapitado. El norte como una cabeza que había sido cercenada del sur y del centro. Hasta que la frontera se expandió por todos lados”.
Más allá de esta amalgama de violencia, frontera, narcotráfico, patriarcado, impunidad, corrupción, negligencia, necropolítica, altos flujos migratorios, urbanismo deficiente y narcocultura, más allá de las innegables especificidades de Ciudad Juárez y su repercusión sobre la vida y la muerte de las mujeres, no podemos obviar que el feminicidio es un fenómeno público y global, transnacional, diverso en sus formas (feminicidio íntimo, no íntimo, por trata, por mutilación genital, feminicidio serial sistémico, feminicidios en contexto de conflicto armado, etc.) y en los grados de ensañamiento contra los cuerpos femeninos o feminizados, pero con causas comunes que radican en la dominación masculina y en la desigualdad histórica y estructural que sufren las mujeres en todo el mundo.
Atendiendo a las cifras de violencia machista que manejamos en Europa, maquilladas al no incorporar los asesinatos de mujeres cometidos por agresores que no tenían o hubieran tenido una relación afectiva con la víctima, podemos decir que el norte está en todas partes, que la frontera se mueve y que algunas de sus características se pueden extrapolar a muchos otros contextos del globo.
La Asociación Civil Comunicación para la Igualdad, a partir de datos de la Campaña Únete de la Organización de las Naciones Unidas, señala que los feminicidios son más del 50 por ciento de los asesinatos de mujeres en cualquier lugar del mundo. Por lo tanto, no hablamos de un fenómeno localizado y excepcional, sino de una práctica habitual de proporciones alarmantes[7]: unas 66.000 mujeres al año son víctimas de feminicidios, según estima Femicide: a global problem.
Por todo ello y ante la negligencia de los Estados y la falta de sistemas de justicia eficaces y políticas públicas adecuadas de prevención y sanción que pongan fin a la impunidad, hay que politizar el lenguaje, apuntalar la memoria y la voz de víctimas, supervivientes y activistas, y seguir visibilizando la violencia contra las mujeres desde sus formas más sutiles a las más extremas, desde lo “lejano” a lo local, desde todas las fronteras…

Sonia Herrera Sánchez (sonia.herrera.s@gmail.com) es comunicadora audiovisual y especialista en educomunicación, periodismo de paz, cine y género. lalentevioleta.wordpress.com.