Desde 1993, en número que no ha podido precisarse, cientos de mujeres han sido encontradas muertas en Ciudad Juárez, Chihuahua, México. Todas han presentado claros signos de violación y tortura. Curiosamente, algunos de los cadáveres tienen características y signos que recuerdan hechos protagonizados por militares que, en ciertos casos, trabajaron para el crimen organizado en décadas pasadas. Para entender estos sucesos, es necesario remontarse a la década de 1970, en plena Guerra Fría, cuando bajo presión y tutela del gobierno de Estados Unidos se creó en México un grupo formado por policías federales encargado de la represión política contra civiles sospechosos de ser comunistas: la Brigada Blanca. Sus cometidos eran fundamentalmente el espionaje, el secuestro y la tortura de civiles disidentes (Washington, Cosecha de mujeres, páginas 119, 120).
Santiago Gallur Santorum* / Primera de seis partes
A pesar de la relativa distancia temporal de esos sucesos, un gran número de personajes protagonistas de aquellos años vuelve a adquirir relevancia. El que fuera titular de la Dirección Federal de Seguridad, Miguel Nazar Haro (también fundador de la Brigada Blanca; según varios testigos, torturó a algunas víctimas) nunca pagó sus culpas. A pesar de que hubo varios intentos de arrestos, Nazar Haro logró evadirlos gracias a que una agencia de inteligencia estadunidense intervino a su favor con el argumento de que les había proporcionado información muy útil en el pasado. Según fuentes de la Oficina Federal de Investigación (FBI, por siglas en inglés), el mismo Rafael Aguilar Guajardo, expolicía judicial fundador del cártel de Juárez –del que fue jefe hasta principios de la década de 1990– formó parte de la Brigada Blanca. José Refugio Ruvalcaba, excomandante de la Policía Judicial del Estado y conocido de las agencias policiales estadunidenses, también perteneció a esta Brigada. La policía federal de Estados Unidos acusó formalmente a Vicente Carrillo Fuentes de haberlo asesinado (Washington, Cosecha de mujeres, páginas 119, 120).
Torturas y violaciones masivas
La Brigada Blanca estaba vinculada a la Dirección Federal de Seguridad, integrada por policías y soldados que actuaban bajo sus órdenes, que ejercía represión principalmente durante los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo. Los sobrevivientes de esta Guerra Sucia en todo el país afirman que eran llevados a cárceles clandestinas y cuarteles militares en los que se utilizaban, entre otras formas de tortura, las violaciones masivas de mujeres.
Según la FBI, las investigaciones realizadas les permitieron documentar la muerte de 600 personas entre las décadas de 1970 y 1980, en las que estuvo involucrado el Ejército. A raíz de estas investigaciones, salió a la luz que generales como Mario Arturo Acosta Chaparro y Francisco Quiroz Hermosillo fueron reclutas cuando participaron en ese convulso momento político. Además, según un informe de derechos humanos del Departamento de Estado estadunidense, ambos generales “estaban implicados en las muertes y desapariciones de 143 personas durante la época de 1970”. Se llega a afirmar que Acosta Chaparro encabezó una unidad de la Brigada Blanca y que se graduó en la Escuela de las Américas de Estados Unidos, donde fue adiestrado en tortura, que aplicó contra civiles en México (Human Rights Watch).
Militares corruptos y sicarios
Estos mismos generales fueron acusados en 2001 de proteger al cártel de Juárez. En 2002, el excapitán del Ejército Gustavo Tarín sostuvo, en una entrevista realizada por las autoridades en El Paso, que el general Quiroz había autorizado el uso de aviones militares durante la década de 1970 para el transporte de presos políticos y drogas. Tarín afirmó que, durante esos viajes, los disidentes políticos eran aventados desde helicópteros, método también utilizado en la década de 1990 por el cártel de Juárez para deshacerse de sus enemigos. Además, durante el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988), la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) entrenó a un equipo militar de elite para formar una unidad de inteligencia, que se encargaría de rastrear y localizar a los jefes de los cárteles de la droga y diseñar estrategias para desmantelar esas organizaciones. Una década después, el ejército estadunidense elaboró un programa para entrenar y equipar “tropas de choque antinarcóticos”: los Grupos Aeromóviles de Fuerzas Especiales (Gafes). La misión era la misma: encontrar y detener a los narcotraficantes en todo el país, pero sobre todo en Jalisco y la frontera México-Estados Unidos (Coletta, Drugs and Democracy, página 277).
Según el general Jesús Gutiérrez Rebollo, a éstos se les conocían como los Rambos y “tienen carta blanca para realizar todo tipo de actividades secretas y por toda la geografía nacional […] yo firmaba sus cheques y nunca les vi la cara” (Loret de Mola, Confidencias peligrosas, páginas 63-64). El problema vino cuando algunos de esos militares de elite desertaron y empezaron a trabajar para el narcotráfico. Como caso paradigmático, destacan Los Zetas (Dávila, Narcocumbre en Sinaloa) que trabajaron para Osiel Cárdenas, mientras fue jefe del cártel del Golfo, y que posteriormente llegaron a ser aliados de Vicente Carrillo Fuentes en el cártel de Juárez (Washington, Cosecha de mujeres, páginas 172, 176).
Policías violadores
El tema empieza a complicarse si nos remontamos a finales de la década de 1980. Entonces, con los Gafes ya creados por la CIA, se empezaron a producir numerosas violaciones en las que estaban implicados agentes federales del destacamento del subprocurador General de la República, Javier Coello Trejo. El 2 de abril de 1990, la revista Proceso publicaba unas declaraciones del fiscal especial de la ciudad de México, René González de la Vega, donde afirmaba: “Los líderes de esta banda de policías violadores son el sobrino y otro pariente de Coello Trejo, ambos nombrados agentes federales”.
Los policías federales montaban guardia en el exterior de centros nocturnos del Sur de la ciudad. Esperaban la salida de las parejas y, después de escoger a una, con más de dos vehículos, la seguían, le ordenaban el alto y dirigían el vehículo a un sitio alejado. Los agentes se turnaban para violar a la mujer, incluso a veces obligaban a su pareja a presenciarlo. Así cometieron unas 50 violaciones. Sólo una pequeña parte de las denuncias llegó a los tribunales. De los ocho sospechosos, sólo cuatro fueron hallados culpables, mientras que el resto fue puesto en libertad (Loret de Mola, Confidencias peligrosas, páginas 63-64).
En las décadas de 1980 y 1990, empezaron a proliferar en México las mafias policiales que empezaban a colaborar con los distintos cárteles. Las violaciones en grupo se convierten entonces en una especie de rito de iniciación dentro de grupos de policías que colaboran con estas mafias, tanto en el contrabando de drogas y armamento, como en el tráfico de mujeres y niños (que sigue dándose de forma masiva). Incluso, un oficial de inteligencia militar estadunidense llegó a confirmar, después de analizar los informes de los asesinatos en la frontera México-Estados Unidos, la existencia de redes de policías mexicanos que utilizaban las violaciones y otros tipos de violencia para iniciar a los nuevos miembros en esas fraternidades cómplices del crimen organizado. El participar en ese tipo de ataques delante de sus compañeros era suficiente para garantizar su silencio. Pero la evidencia definitiva del vínculo entre los cárteles y el Ejército Mexicano se dio en el juicio en Estados Unidos, en 2001, contra Juan García Ábrego, líder del cártel del Golfo. Uno de los testigos afirmó que Javier Coello Trejo (subprocurador de la República para el que trabajaban los policías violadores en la década de 1990) recibía 1.5 millones de dólares cada mes de este cártel (Loret de Mola, Confidencias peligrosas, páginas 63-64).
La Línea
En 1993, cuando se empiezan a registrar los primeros cadáveres de mujeres brutalmente asesinadas en Ciudad Juárez, Rafael Aguilar Guajardo (hasta ese momento, jefe del cártel de Juárez) intenta pactar con la administración antidrogas estadunidense, y después de romper su asociación con Amado Carrillo Fuentes, es asesinado a mediados de abril en Cancún. A partir de ese momento, Amado, el Señor de los Cielos, se convierte en el jefe del cártel. Se puede decir que es ahí cuando comienza el verdadero cártel de Juárez, con el poder por el que hoy lo conocemos (Ravelo, Los capos, páginas 146-152).
El cambio de líder supuso una nueva forma de narcotraficar, ya que Carrillo Fuentes compraría a todos, desde políticos hasta policías, pasando por los jefes de las bandas callejeras. Esto suponía lealtad ciega al cártel, ya que cualquier intento de abandono o traición sería castigado (Fernández, La ciudad de las muertas, página 123). Así, en el centro del propio cártel se creó otra organización, otro especie de cártel: La Línea, una agrupación formada por policías municipales, agentes de la Policía Judicial, sicarios y pequeños delincuentes. Esta organización –similar al grupo de policías violadores que actuaba, en la década de 1990, en el Distrito Federal, vinculado a Coello Trejo– tuvo su antecedente, en Ciudad Juárez, en la misma época con Los Arbolitos. Este grupo estaba formado por expolicías federales, exagentes de la Policía Judicial y militares con base en el estado de Chihuahua que, siendo financiados por el cártel de Juárez, tenían que encargarse de eliminar a los adversarios de los Carrillo Fuentes. Su estructura y forma de actuación estaba clara: 40 hombres armados que realizaban detenciones ilegales, torturas y ejecuciones (Monsiváis, Viento rojo, páginas 20-80).
Siguiendo un esquema muy parecido, se creó La Línea. Su misión principal es la de proporcionar seguridad a la logística del cártel de Juárez, además de proteger, a través de financiación, los picaderos (pequeñas “tiendas” clandestinas de venta de cocaína y marihuana). También se encargarían del cobro de deudas, así como de secuestros, asesinatos e incluso de encubrir delitos de los narcos. Según fuentes de la Procuraduría General de la República, el comandante Miguel Ángel Loya Gallegos sería el jefe de esta organización, además del chofer preferido de Vicente Carrillo Fuentes (Fernández, La ciudad de las muertas, páginas 132-134). Es más, según el subprocurador federal, José Luis Santiago Vasconcelos (ya fallecido), “los asesinos [de mujeres] han sido incluso identificados por la Policía Judicial Estatal: varios distribuidores de droga. Pero como estaban vinculados al cártel de Juárez, los policías locales han frenado en seco la investigación”. Como ejemplo, destaca lo sucedido en marzo de 2003 cuando los propios policías de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada se dirigieron a Ciudad Juárez para investigar. Según el propio Vasconcelos, “buscaban asesinos a sueldo del cártel, pero no encontraron nada. Ningún indicio, ninguna indicación y nada de pruebas. Durante semanas, no consiguieron nada, y con razón: ¡descubrieron que los matones a sueldo eran los propios policías! (policías municipales y agentes de la Policía Judicial del estado)”.
Sin embargo, esta información debe matizarse, pues, según fuentes federales, los asesinatos de mujeres no serían obra de los capos del cártel, sino de sicarios, “soldados” o revendedores, ya que los grandes capos no están interesados en llamar la atención. Es más, para Vasconcelos, el objetivo de La Línea es el de velar por los intereses del cártel, no el de encubrir el feminicidio, aunque ahora tienen que “impedir que los verdaderos asesinos sean molestados” (Fernández, La ciudad de las muertas, página 126).
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Fuentes: Washington Valdez, Diana, Cosecha de mujeres: safari en el desierto mexicano. Toda la verdad sobre los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y Chihuahua. México, DF, Océano, 2005.
“México: Don’t Use Military Justice for ‘Dirty War’”, Human Rights News, Human Right Watch, 30 de septiembre de 2002.
Freeman, Laurie y José Luis Sierra, “Mexico: The Militarization Trap” en Coletta Youngers y Eileen Rosin (coord.) Drugs and democracy in Latin America. The Impact of U S. Policy. Washington, Lynne Reiner, 2005.
Loret de Mola, Rafael, Confidencias peligrosas. México, DF, Océano, 2002, 63-64.
Dávila, Patricia, “Narcocumbre en Sinaloa: frágil tregua”. Proceso, número 1682, 2009, p. 7.
“Los poderosos comandantes de Coello Trejo en Chihuahua”. La Crónica de Hoy, 2001.
Ravelo, Ricardo, Los Capos. Las narco-rutas de México. México, DF, DeBolsillo, 2008, 146-152.
Fernández, Marcos y Jean-Christophe Rampal, La ciudad de las muertas: la tragedia de Ciudad Juárez. México, DF, Debate, 2008, 123.
Monsiváis, Carlos et al. Viento Rojo. Diez historias del narco en México. México, DF, Plaza y Janés, 2004.
*Doctorante en historia contemporánea por la Universidad de Santiago de Compostela, España