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e acuerdo con un informe elaborado por la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim), entre 2012 y 2014 los casos de desaparición de niñas y adolescentes menores de 17 años aumentaron 191 por ciento, al pasar de 404 a mil 179. El conteo se inserta en el marco de un estudio más amplio que abarca de 2006 a 2014: durante estos años se reportaron más de 22 mil casos de desapariciones, cuyas víctimas son, en 30 por ciento de los casos, menores de edad. Por añadidura, de acuerdo con el documento, a partir del inicio del actual gobierno federal se observa
un despunte de desapariciones de niñas y adolescentes que no ha parado.
Un precedente ineludible de la difusión de estos datos es la presentación, a principios de marzo, de un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el cual se indica que nuestro país pasa por
una grave crisis de violencia y de seguridad desde hace varios años, en la que destacan numerosos casos de desaparición forzada.
Debe recordarse que la respuesta oficial se centró en descalificar el informe –con el argumento de que tenía un
sesgo de su metodología inicial– y a enumerar las acciones adoptadas para hacer frente a la situación.
Sin embargo, a raíz de cifras como las dadas a conocer por la Redim, la descripción de la realidad nacional enunciada en el informe de la CIDH es dolorosamente acertada. Más allá de los episodios sobresalientes, como el ocurrido en Iguala, Guerrero, el 26 de septiembre de 2014, en perjuicio de los 43 normalistas de Ayotzinapa, el país padece una proliferación sistemática y creciente de desapariciones y el Estado ha sido incapaz de poner un freno a esos eventos, que desembocan, por lo general, en trata de personas, explotación sexual y laboral, en los casos menos peores, o en ejecuciones extrajudiciales.
Particularmente desgarrador es el incremento exponencial en los casos de niñas y adolescentes desaparecidas, no sólo por el desolador componente de género que se percibe tras ese fenómeno, sino también porque da cuenta de un país y un Estado que nada han hecho por evitar que un componente esencial de su futuro y viabilidad sea literalmente desaparecido, traficado y alienado.
Lo anterior implica que las instituciones siguen siendo omisas en su responsabilidad fundamental y prioritaria de brindar seguridad a los habitantes y garantizar su derecho a la vida. En ese contexto, resulta difícil negar que el país atraviesa por una crisis gravísima de derechos humanos y por un quebranto generalizado del estado de derecho. En el caso particular de las desapariciones, ese quebranto persiste en la medida en que los ausentes permanecen en tal condición.
El primer paso para resolver problemas como el comentado consiste en admitir su existencia; en cambio, la negativa oficial a los diagnósticos que reflejan de manera precisa la exasperante realidad que sufren miles de víctimas y sus entornos familiares abre un campo propicio para la persistencia de estos flagelos.