S
in ser excepcional y mucho menos único, el asesinato de Mara Fernanda Castilla, una joven estudiante de origen veracruzano y residente en la capital de Puebla, ha cimbrado a la sociedad desde que el cuerpo de la víctima fue hallado, cerca del mediodía del viernes 15, en una barranca ubicada en la periferia de esa ciudad.
Como se recordará, la estudiante del tercer semestre de ciencias políticas (19 años) fue vista con vida por última vez una semana antes, la noche del viernes 8 de septiembre, cuando, tras salir de un bar en San Andrés Cholula, abordó un transporte de la empresa Cabify para regresar a su casa. Como lo mostraron videos de cámaras de seguridad, el vehículo permaneció estacionado frente al domicilio de la víctima, pero ésta nunca descendió. De acuerdo con los datos disponibles, el chofer la llevó a un motel, en donde la habría asesinado, para deshacerse de su cuerpo a primeras horas del sábado 9.
Por diversas razones, este episodio trágico ha causado, más que consternación, una profunda indignación social. Por principio de cuentas, es una historia más de abuso sexual que culmina en feminicidio; por añadidura, el hecho provocó reacciones abominables –sobre todo, en las redes sociales– en las que lo peor de la sociedad buscó atribuir la responsabilidad del asesinato a la propia víctima por el hecho de haber salido de su casa, de haber acudido a un bar y de haber intentado volver, sola, a su domicilio.
Adicionalmente, es claro que la extremada irresponsabilidad de la empresa Cabify –la cual fue notificada oportunamente de que Mara Fernanda no había vuelto a casa, pese a lo cual la compañía se empecinó en informar lo contrario– le dio al homicida un margen de tiempo propicio para el crimen.
Pero lo más exasperante e inadmisible del suceso es la constatación de que las mujeres de cualquier edad y condición social enfrentan, en nuestro país, el riesgo de ser asesinadas y de sufrir agresiones y violencia por el mero hecho de ser mujeres.
Y esta circunstancia tiene como telón de fondo insoslayable la lacerante indolencia de las autoridades ante miles y miles de feminicidios que han tenido como secuela la impunidad total de los asesinos. Sólo en el estado de Puebla se registraron entre 2012 y 2015, 780 desapariciones de mujeres de entre 15 y 29 años, y en lo que va de 2017 han tenido lugar allí 82 feminicidios. Diversas organizaciones sociales han exigido desde hace muchos meses que se adopte la alerta de género en esa entidad, pero apenas en julio pasado la Secretaría de Gobernación se rehusó a declararla con el pretexto de que las autoridades locales ya habían emprendido
acciones relevantespara la prevención, sanción y erradicación de la violencia de género. Circunstancias similares se viven en el estado de México y en otros estados.
La erradicación de los feminicidios no es necesariamente una meta imposible ni lejana. Para ello bastaría con que los gobernantes de los tres niveles y los funcionarios del Poder Judicial hicieran acopio de voluntad política para prevenir, esclarecer y castigar estos crímenes con oportunidad y apego a derecho. Por desgracia, esa voluntad no se ve por ninguna parte, y a lo que puede observarse, sólo el reclamo social contundente, inflexible y sostenido puede llevar a las autoridades a hacer su trabajo. Cabe esperar, en este sentido, que el asesinato de Mara Fernanda sea la gota que derrame el vaso de la paciencia social. Porque es inadmisible, indignante y repugnante que en este país la mera condición de mujer lleve implícito un peligro de muerte.