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e nueva cuenta las estadísticas sobre el feminicidio en México muestran que, al margen de las campañas orientadas a detener y erradicar la violencia contra la mujer y diseñar estrategias que permitan preverla, las cifras de esa práctica criminal continúan en aumento. Tanto así que desde que se confeccionan registros sobre el particular (es decir unos escasos tres años) el pasado mes de abril el número de víctimas llegó a 70, intensificando las señales de alarma que la violencia feminicida mantiene encendidas desde que, tardíamente, organizaciones defensoras de mujeres y de los derechos humanos lograron posicionar el tema en una agenda pública que tradicionalmente había preferido minimizarlo, cuando no ignorarlo directamente.
La mera descripción del grave problema, su magnitud y la profundidad que alcanzan sus sombrías motivaciones parecen ser insuficientes para que la sociedad en su conjunto cobre conciencia de las dañinas implicaciones colectivas que tiene el feminicidio; prácticamente a diario los medios dan a conocer hechos que sumados conforman una matanza sistemática, sin que las distintas instancias de gobierno atinen a articular medidas para detenerla de manera efectiva.
Y es que desde el punto de vista de la tipología penal, por ejemplo, la imprecisión que surge por parte de los juzgadores cuando se trata de interpretar el concepto de violencia de género, donde como expresión extrema se enmarca el feminicidio, dificulta la adopción de patrones punitivos claros para penar este delito. En otras palabras, un alto porcentaje de los hombres y mujeres que tienen a su cargo la misión de impartir justicia no están familiarizados con un crimen cuyos elementos no están acostumbrados a valorar. Cuando el móvil de fondo no es la venganza, el llamado
crimen pasionalo el robo, sino que arraiga en los sentimientos de odio y temor a las mujeres que configura la misoginia, las fiscalías (y en general la mayoría de quienes integran el sistema judicial) se ven en problemas para encontrar argumentos penales contundentes y que resulten claros para todos. Los resultados, casi siempre, son investigaciones mal orientadas, acusaciones deficientemente montadas, sentencias simplistas y condenas discutibles.
En términos jurídicos, el texto de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, promulgada en 2007, oficializó en México la noción de
violencia feminicida, mientras la expresión
feminicidioempezó a ser incorporada en algunas entidades federativas unos años después (actualmente quedan 12 que no tipifican así los asesinatos de mujeres). Pero una rápida lectura de la legislación de esos estados evidencia que la definición que dan de ese delito no es coincidente, lo que demuestra que el grado de confusión en torno al propio concepto continúa siendo alta y explica parcialmente los traspiés y contradicciones en que frecuentemente incurren jueces y magistrados, así como la diferente pena que reciben distintos asesinos de mujeres en parecidas circunstancias.
Hasta ahí uno de los aspectos de la cuestión, apretadamente expuesto. La compleja y perturbadora problemática del feminicidio no se agota ahí, y hay un vasto trabajo por hacer en los ámbitos de la política, la educación, la familia y los distintos grupos poblacionales si se pretende ir disminuyendo esta brutal expresión de la violencia de género. Pero como necesaria tarea ciudadana se impone exigir de manera constante al Estado que cumpla con la responsabilidad que le cabe en cuanto a resguardar los derechos de las mujeres. Y entre esas responsabilidades figura, de manera urgente, la de homogeneizar las herramientas legales para identificar, aprehender y castigar a los asesinos de mujeres, y especialmente vigilar que éstos no queden mayoritariamente, como sucede ahora, en una vergonzosa impunidad.