Acentos
Epigmenio Carlos Ibarra
Siempre he pensado que cuando se asesina a una mujer es como si se cortara de raíz el principio mismo de la vida. Como si esa sociedad, donde el feminicidio se produce de manera crónica y masiva, hiciera bárbara y expresa renuncia de su voluntad de vivir pacífica y civilizadamente.
Aún recuerdo estremecido el entierro colectivo de 30 madres de combatientes en Nicaragua, asesinadas por la contra luego de ver a sus hijos en un campamento de adiestramiento del Ejército Popular Sandinista. Era entonces la guerra; la guerra declarada, abierta, esa que es “monstruo grande y pisa fuerte”.
En ese cementerio, de la ciudad de León, todos los hombres, deudos, funcionarios y periodistas incluidos, yo entre ellos y con la cámara al hombro, nos movíamos, huérfanos al fin, a la deriva. Sin norte alguno.
Faltaba ahí, pues la estábamos enterrando, la mujer que daba sentido y dirección a la tragedia, la mater dolorosa, la referencia obligada, el eje en torno al cual se organiza todo; la vida, la nota, el duelo, todo.
“A la chingada la muerte”, escribí, citando a Jaime Sabines, en el telex esa mimas tarde, ya en Managua, cuando intentaba enviar mi nota a la redacción. Nada más que esa frase pude enviar a México.
También recuerdo, casi con el mismo estupor y la misma indignación sentida entonces, las primeras imágenes que para su programa Expediente 13-22:30 trajo, mi esposa, Verónica Velasco, de Ciudad Juárez.
Recién se comenzaba a hablar de esa tragedia de las “mujeres de Juárez” y sólo unos pocos medios nacionales, impresos todos ellos, comenzaban a informar de la misma.
Recogían esas imágenes las travesías por el desierto, los policías montados, las calaveras, los cuerpos y las ropas desgarradas, las demandas airadas de las madres de las desaparecidas y asesinadas, el testimonio de sus hermanas, amigas, compañeras de trabajo, las que se sabían y serían en muchos casos las próximas en la mira del asesino.
También veíamos en el monitor, “tanta belleza cruel —dice Ángela Figueras Aymerich—, tanta belleza” las primeras marchas con las cruces rosas que luego serían emblemáticas y los vestidos negros agitándose en el viento, entre la arena que hiere los rostros y los desdibuja, mientras pensábamos que eso tenía que parar, que eso iba a parar.
Tengo aún presente, gracias a las entrevistas recogidas por Verónica y su equipo, la indolencia, el cinismo de los funcionarios panistas que se atrevían a culpar (de lejos viene pues la costumbre de criminalizar a las víctimas) a las propias mujeres de su muerte.
Muertes que, más de diez años después, no cesan: asesinatos que, impunemente, se siguen cometiendo en Ciudad Juárez. Epidemia que se ha extendido, con los mismos patrones pero con una cifra de víctimas más alta todavía, a Naucalpan y otros municipios de la gran área metropolitana de la Ciudad de México.
¿Por qué las matan? ¿Cuántas son las víctimas? ¿Quiénes son, cómo se llaman, a quiénes dejan detrás de sí, qué hacían de sus vidas, qué soñaban, contra qué luchaban? La violencia del narcotráfico parece haberse llevado, con nuestra capacidad de indignación y asombro ante esta tragedia repetida y exacerbada, estas preguntas y las posibles y necesarias respuestas.
Ante tanto muerto, tanto decapitado, tanta masacre, tanto horror, el drama de una mujer trabajadora que al volver a casa es asaltada en la oscuridad, abusada sexualmente y luego asesinada parece haberse vuelto, para la sociedad que no para sus familiares, más invisible que nunca.
¿Y quiénes son los asesinos? ¿Operan en bandas? ¿Son asesinos seriales solitarios? ¿Esconden los crímenes la realización de videos snuff, el tráfico de órganos, rituales satánicos? ¿O las matan simplemente machos agraviados que no soportan la independencia que con sus propios, aunque magros ingresos, han generado estas mujeres?
Todas las hipótesis son viables, todos los móviles posibles y, sin embargo, la autoridad ninguna estudia con seriedad y consistencia. Ninguna pista sigue. Ningún presunto responsable señala. Todo va al saco de la impunidad y el olvido en el que se guardan los agravias cometidos contra aquellos y sobre todo aquellas que, para el poder, no significan nada, no son nadie.
Allá en Ciudad Juárez usaron muchos funcionarios la frontera como coartada para su ineficiencia. Se habló entonces, y se habla todavía, de sicópatas norteamericanos que para asesinar cruzan la línea y vuelven a su refugio seguro en territorio estadunidense.
¿Qué pueden esgrimir para excusarse los investigadores de la policía y la procuraduría mexiquenses? ¿Qué frontera cruzan los asesinos, en dónde se refugian cuando se trata de Naucalpan de Juárez, uno de los municipios más ricos del país y gobernado, por cierto, hace mucho tiempo por el PAN?
Si aquí, hoy por hoy, la vida no vale nada, menos vale siendo mujer y teniendo que caminar, todas las noches de regreso a casa, por los barrancos de Naucalpan, las empolvadas y solitarias calles de Ciudad Juárez, Nezahualcóyotl o Chimalhuacán.
Quien asesina a una mujer, insisto, corta de raíz el principio de la vida, y aquí, aquí en nuestro país, se está matando a muchas.